Hasta pronto
Escrito por Carlos Navascués Falces
Convocó a todo su equipo de urgencia. Muchos de ellos pensaron que en la empresa había ocurrido algo serio, pero nadie pudo imaginar en ese instante la gravedad del asunto.
Puntuales, así lo exigía siempre Juan, acudieron todos. Seis personas de su entera confianza: tres mujeres y tres hombres clave dentro de su empresa.
Juan entró en la sala con la intención de ser breve. –Siento haberos citado de esta manera pero es importante lo que os voy a comunicar-. La expectación iba en aumento.
–Me han diagnosticado un cáncer de piel, se encuentra en fase inicial y los médicos son optimistas. Mañana ingreso en el hospital y me van a operar de urgencia. Desde ahora mismo Ana será la responsable del departamento. Hasta pronto-.
No hubo más palabras, no dejó margen para preguntas. Quiso escapar de la sala cuanto antes porque estaba ante una situación que le incomodaba sobremanera.
Juan, meticuloso hasta límites difíciles de entender, ya lo había planificado todo. Desde el primer momento, cuando el resultado de una analítica rutinaria le alarmó, supo cómo actuar y los pasos que iba a dar. Pasada la angustia de la noticia que confirmaba su grave enfermedad, necesitaba agarrarse a una de las actividades que más satisfacciones le había dado en la vida: su inseparable bicicleta.
Aficionado al ciclismo desde niño, Juan nunca ha abandonado las dos ruedas ni siquiera en sus intensos y alocados años universitarios. A ella le debe, en parte, su éxito profesional. Y a ella le debe también la resiliencia adquirida ante situaciones adversas que le había deparado la vida. Los que le conocen bien dicen que Juan ha tomado las mejores decisiones personales sintiendo el viento en su rostro mientras pedalea.
Así que, ese mismo día tras despedirse de sus empleados y cerrar varios asuntos primordiales, comió algo rápido y se alejó de la ciudad con la bici cargada en el maletero. Fue en busca de su ruta preferida.
Una hora más tarde llegó al denominado «Paso del alcornocal», una estrecha y sinuosa carretera de ensueño protegida por un valle de alcornoques centenario cuyas cortezas son el sustento de sus habitantes.
A Juan le gusta porque tiene suaves pendientes de apenas un kilómetro y breves descensos. Ideal para coger la forma. Eran las cinco de la tarde y bajo un cálido sol que marcaba el inicio del verano dispuso con cuidado la bicicleta sobre un asfalto rugoso. El placer que sintió fue inmenso. El aire era puro oxígeno para los pulmones, no había tráfico y tenía todo el tiempo del mundo para recorrer los 60 kilómetros que se había propuesto. Se sintió con ganas, y para la ocasión estrenó un maillot de corte clásico que estaba de moda y le recordaba a los Coppi, Bobet, Koblet y Kubler; según Juan, las figuras más elegantes en la historia del ciclismo.
Concentrado en que no se le escapara ni un detalle, comenzó a pedalear mientras miraba de reojo la sombra de su figura proyectada sobre el asfalto. Observó que se encontraba más estilizado y eso, para un cuerpo con tendencia al sobrepeso, era un disfrute para la vista. – Qué enigmático es el cáncer -pensó- mis piernas están finas, frescas como el mejor de mis días. –Saldré de ésta– se dijo.
Apareció en su cabeza el relato Mi vuelta a la vida, pero enseguida lo apartó porque él no quería ser un héroe (más tarde se convertiría en villano) como Lance Armstrong, sólo deseaba volver a vivir y por qué no, volver a pedalear. El paseo en bicicleta estaba siendo la mejor de las curas. En ningún momento dejó que le acechasen pensamientos negativos.
Ni siquiera permitió que la temida quimioterapia que le iban a administrar tras la cirugía le restase un gramo de felicidad.- No, este día no– se convenció. Había que disfrutar hasta el último aliento de esta maravillosa ruta.
Se encontraba en plenitud cuando divisó a lo lejos su coche. De inmediato quiso prolongar los kilómetros previstos con un sol ya en declive. Unos minutos después escuchó el inoportuno sonido del pinchazo. En otro momento de su vida hubiera sido un gran contratiempo porque Juan siempre camina con el tiempo justo, pero esta vez la calma invadió todo el ritual del cambio de cámara. La luz escaseaba y Juan, antes de reemprender la marcha, observó algo que le llamó la atención: una hilera de grandes alcornoques eran abrazados por montañas de cortezas descorchadas convertidas en ocasionales refugios. Lo vio claro. Quiso alargar una jornada inolvidable, sentirse lo más vivo posible. Cogió el móvil para tranquilizar a su mujer y a su mejor amigo. Se acercó hasta el coche y regresó al lugar elegido con el sol escondiéndose entre los alcornoques.
Reconfortado por el acogedor silencio que le ofrecían las montañas de corchos, se sintió relajado. Pasar una noche con la única compañía de las estrellas y de su querida bicicleta, era un placer irrenunciable que la vida le estaba obsequiando.
Tapado con una manta de viaje que lleva siempre en el coche cerró los ojos y recorrió sin prisa las difíciles pendientes que sus 50 años le habían deparado, como cuando fracasó su primera empresa; saboreó dulces y largos descensos recordando las alegrías que su infancia le había ofrecido; llaneó observando en el horizonte cómo sus hijos iban caminando por una carretera llena de salud y progreso. Pronto inició un profundo sueño.
Ahora es tiempo de espera. Tiempo de esperanza. Hasta pronto, Juan.