Aparcó la bici junto a la puerta principal del colegio. Una vez dentro, el corazón de Javier se aceleró descontrolado cuando enfiló el interminable pasillo que le conducía hasta un gran corcho. Allí estaban expuestos los resultados de los exámenes. Deseaba ver su nombre entre la lista de aprobados, pero una vez más Javier no iba a estar entre los elegidos. Dichosas matemáticas. Quien le iba a decir en aquel amargo momento que esa asignatura sería el origen de la aventura que con 12 años recién cumplidos, emprendería subido en su querida y heredada Razesa.

Javier era un niño muy soñador y en ocasiones algo vanidoso. Con frecuencia imaginaba a la gente jaleando su esfuerzo mientras pedaleaba por puertos de gran altura tal y como veía por la tele durante el Tour de Francia. Así que era cuestión de tiempo atreverse con un puerto situado muy cerca de su casa. La consideraba la montaña más bonita del mundo. Desde la ventana de la habitación, Javier la veía blanca e inaccesible en invierno y esplendorosa en verano.

Era una ascensión de 15 kilómetros que alcanzaba los 2000 metros de altura. Un gran reto para cualquiera. Todavía nadie se explica el arrojo que “ese niño tan delgado y debilucho” tuvo para afrontar una subida tan dura. Lo que para muchos fue una locura, para Javier fue una bocanada de libertad con la que huir del fracaso.

Inició la salida sin hacer ruido, sin decir nada a nadie. No escogió un buen día. El molesto viento de costado en el tramo llano de diez kilómetros que le aproximaba hasta la base del puerto se convertiría más tarde en una pesada losa. Al principio de la ascensión Javier mantuvo una buena cadencia y por un momento creyó que alcanzar la cima iba a ser cuestión de un poco de paciencia.

Pasados los dos primeros kilómetros, su mirada comenzó a caer sobre el manillar. El supremo esfuerzo que realizó para superar las primeras rampas del 13% le devolvió a la realidad, aquella que los sueños enmascaran en muchas ocasiones.

Javier no estaba preparado. Nunca antes había subido un puerto. En realidad, el viaje más largo que había hecho fue hasta el pueblo de sus primos, 14 kilómetros de ida y vuelta. Además, su progreso pronto quedó cortado. Sus padres le advirtieron que se estaba quedando en los huesos y que la bicicleta en absoluto le beneficiaba.

A los cuatro kilómetros, la carretera le ofreció un respiro. Llegaron las primeras curvas de herradura y con ellas un alivio para unas castigadas piernas. Completados los primeros agónicos siete kilómetros, recompuso su  postura y observó que el cielo estaba cubriéndose de forma muy rápida. -A casa en cuanto veas que el cielo se pone negro- le recordaba su padre cada vez que llegaban las tormentosas tardes de verano. Javier dudó. Llevaba ya 50 minutos pedaleando en una bochornosa tarde del mes de Julio y todavía le quedaba un largo camino hasta la cima. Pero no quería abandonar. Quería regresar y anunciar que había completado con éxito el ascenso.

¿Cómo un chaval tan apocado pudo intentar semejante hazaña? Los que le conocían sabían de su timidez. La misma que le bloqueaba en situaciones comprometidas como cuando la profesora de matemáticas, Doña Adelaida, sacaba a la pizarra a sus alumnos para que solucionaran diversos entuertos de cifras. Javier escondía la cabeza detrás de algún compañero y cuando estaba a punto de terminar la clase y el reloj le iba a salvar de salir, sentía un gran alivio.

Fue cuestión de diez pedaladas más. Un atronador ruido lo anunció y en segundos el valle se convirtió en una trampa. El agua empezó a caer con tanta fuerza que la mente de Javier se quedó en blanco. Entre incredulidad y frustración. Aquello ya era demasiado para un cuerpo fatigado y poco acostumbrado a esos esfuerzos. Su pedaleo comenzó un lentísimo sube y baja. La angustia se apoderó de él. No encontró refugio a la vista, así que en plena pendiente giró con cuidado e inició un peligroso descenso.

En estas condiciones todo suele suceder muy rápido: Manos agarrotadas, gotas contra la cara convertidas en afiladas agujas, una curva cerrada y en un segundo llegó lo inevitable. Al suelo. Un poco aturdido, Javier cogió de nuevo su Razesa y aterrado vio que la llanta delantera estaba dañada y bloqueaba el paso de la rueda.

A Javier no le gusta llorar. No lloró, pero su soledad en esos segundos fue similar a la que sentía cuando estaba frente al encerado de clase. Abandonó su inseparable bici entre unos matorrales y descendió a pie. Sintió verdadero pánico ante unos desgarradores truenos. Parecía que el mundo se iba a acabar.

Por fortuna, un coche que subía con las luces encendidas paró junto a él. Javier, tembloroso y con los ojos vidriosos, reconoció al conductor: era su padre.

El abrazo que padre e hijo ofrecieron a una montaña sobrecogida por la tormenta fue digno de haber sido presenciado.

Javier maldijo los sueños, nunca se cumplen, pensó. -No te preocupes, llegará un día que escalarás esta cumbre –  le comentó su padre.

El padre comprendió a su hijo. Le alivió contándole que las matemáticas no eran más difíciles que lo que había intentado hacer esa tarde. Que con constancia, coraje y sacrificio podría superar ambos retos. Y que en el fondo, no son tan inútiles como pueden parecer porque – ¿sabes una cosa, Javier?, el casco que usa tu querido Miguelón en las contrarrelojes está diseñado gracias a fórmulas matemáticas-le contó con cariño.

Al llegar a casa, la madre de Javier corrió a abrazarle. Mientras le preparaba un baño caliente, Javier se acercó hasta la cocina donde la radio narraba lo que había pasado en la etapa del tour. En ese momento, un Miguel Indurain abatido acababa de perder la carrera en el ascenso a un puerto en los Alpes. Las sinceras palabras del navarro narrando lo lejos que había llegado en el sufrimiento hicieron que Javier se sintiera extrañamente reconfortado. Comprendió los sacrificios que tendría que hacer para superar tanto las cumbres como las matemáticas, en aquel momento dos sueños inalcanzables para un niño de 12 años.

Durmió doce horas seguidas. Amaneció con el cuerpo todavía maltrecho, se levantó y se asomó a la ventana. Allí vio con asombro como su padre reparaba con mimo la maltrecha bicicleta. En ese instante los latidos de Javier volvieron a acelerarse.

Sueños por cumplir.