Relato escrito por Carlos Navascués Falces
Lo que voy a narrar sucedió hace muchos, muchísimos años. Cerca de la costa de Normandía, en una desapacible mañana invernal, se disputaba una prestigiosa carrera amateur con los mejores equipos de Francia. El escaparate perfecto para jóvenes soñadores que ansían ser ciclistas profesionales. Entre ellos se encontraba John Garamond, un norteamericano espigado como un chopo que viajaba por primera vez a Europa desde su natal Illinois.
Por culpa de un violento y despiadado viento el pelotón semejaba un vestido multicolor hecho jirones. La carretera ofrecía un espectáculo dantesco. Corredores aislados luchando cuerpo a cuerpo contra unas endiabladas y atroces ráfagas que cambiaban de dirección de manera caprichosa y constante. En ese escenario comenzó a escribirse la leyenda de John Garamond.
A 30 kilómetros de la meta la cabeza de carrera la ocupaba un prometedor corredor francés al que todos auguraban un glorioso porvenir. Había saltado del pelotón cuando todavía no se había desatado el vendaval, así que disponía de dos minutos de ventaja sobre unos 15 corredores que a duras penas resistían agrupados. Fue una acción que sorprendió a todos. Garamond arrancó con una tremenda fuerza manteniéndose cerca de la agonía durante diez segundos. Las delgadas y fibrosas piernas de John abandonaron la solidaridad del amedrentado grupo y se enfrentaron a un enemigo que conocían muy bien: el viento.
Nacido a orillas del inmenso lago Michigan, una zona famosa por sus activos vientos durante todo el año, muy pronto el pequeño John quiso ser ciclista y se aplicó a ello con la ayuda de su tío, un emigrante irlandés que tuvo que hacer de padre cuando el pequeño John de tres años vio huir a su progenitor sin saber por qué. El aprendizaje de John fue extremadamente duro. Su tío, obsesionado con lograr fuerza y estabilidad frente al viento, obligó a John a completar interminables sesiones de entrenamiento con el plato grande. Carreteras de infinitas rectas fueron testigos de la soledad de John frente al azote del poderoso e invernal viento que provenía del Ártico. Esos crueles esfuerzos llevaron a Garamond a superar con frecuencia el umbral del dolor, un sufrimiento formado por el estridente e insufrible chillido del aire y el dolor del músculo cuando se niega a aguantar un paso más. En cierta ocasión un rival le preguntó si no estaba loco entrenando en esas condiciones: habrá un día que el viento será mí aliado _ respondió Garamond.
La madre de John, cuando vio el rostro prematuramente desgastado de su hijo empezó a temer por su salud. No le gustaba el sacrificio realizado en un cuerpo todavía adolescente así que decidió presenciar una carrera cerca de su casa; en la llamada ciudad de los vientos, Chicago. Allí, entre calles y cruces que hacen de chimeneas por donde las corrientes de aire circulan a gran velocidad, contempló atónita la poderosa exhibición de su hijo. Conocía tan bien cómo actuaba el viento, que John no dudó en escaparse desde la salida y tras dos horas de carrera nadie pudo alcanzarle. A partir de ese triunfo, la madre de John se ocupó de alimentarle abundantemente.
John inició una enajenada persecución del corredor francés. La carretera no contaba con protección alguna, así que la lucha entre los dos hombres quedó a merced del arbitrio de un viento que a esas alturas ya alcanzaba velocidades superiores a los 120 kilómetros por hora.
Garamond fue recortando poco a poco la diferencia y a 10 kilómetros del final atisbó por primera vez el quebrantado pedaleo de su rival. Seguramente el joven francés contrarrestaba con su cuerpo el firme deseo del viento de arrojarle de la bicicleta. Cabeceaba sobremanera, un síntoma claro de que estaba soltando un repertorio de improperios culpando al viento de ver reducida su confortable ventaja.
La primera lección que John aprendió como ciclista fue decisiva: no intentes luchar con todas tus fuerzas, acepta el viento como algo inevitable.
John aproximó con cuidado su rueda delantera a la trasera de un rival que había reducido la velocidad y le esperaba relajado. Pero en ese instante y de forma súbita John vislumbró perplejo como la futura estrella del ciclismo iba al suelo. Lo último que vio de él fue una boca abierta expulsando un mudo alarido mientras sujetaba su maltrecho codo derecho. La ley del viento había dictado sentencia: ya tenía su víctima.
Otra lección que no hay que olvidar: No pierdas nunca la concentración. El viento te traicionará.
Garamond empezó a soñar con el triunfo. Por detrás, los abandonos y caídas crecían. En la línea de meta pancartas y vallas saltaban por los aires y los espectadores huían para protegerse. John Garamond trazó las últimas curvas antes de meta, esquivando numerosos objetos que intentaban colarse entre sus ruedas. Con supremo esfuerzo afrontó la recta final y observó sorprendido que no existía pancarta de meta a la vista. Una línea blanca en el suelo y un comisario indicaron que había llegado. A John, extenuado, le costó ver con nitidez a su alrededor, pero a pesar de ello advirtió que ocurría algo. Segundos después comunicaron que la carrera había sido suspendida. La alerta por vientos huracanados y varias caídas de gravedad habían obligado a la organización a tomar tan drástica medida. La carrera nunca existió.
A pesar de su épica demostración, el ciclismo no volvió a disfrutar de las excepcionales cualidades de John. Por desgracia, un corazón que no bombeaba adecuadamente le impidió continuar en el ciclismo de competición y el norteamericano no entendía la bicicleta sin la lucha extrema por la victoria. Su vida quedó parcialmente amputada. Un irreparable vacío interior se adueñó de él y dicen que durante años ni siquiera quiso compartir su vida con alguien. Una sofocante tarde de agosto, aceptó la invitación de un amigo para acercarse hasta la orilla del Lago Michigan y navegar en una pequeña embarcación bajo una agradable brisa. Lo que pasó después es un misterio. Durante años perdí la pista de John hasta que alguien me habló de la existencia de una escuela para navegantes en cuya fachada cuelga un gran cartel que dice: el ciclismo es la mejor escuela de los vientos.
¡Me ha encantado!
¡Muchas gracias!
Como ciclista y marinera debo decir que he disfrutado este relato enormemente. Gracias
Hola Alicia. Muchísimas gracias por tu comentario.
Un saludo.
Carlos.