«A mi mujer Marisol y a mis hijas Sara, Nieves y María. Sin vosotras no hubiera podido enfrentarme a esta enfermedad».

quimioterapia y ciclismo

Cuando menos te lo esperas. Cinco palabras que utilizamos de forma habitual revolucionaron mi tranquilidad un día del mes de abril de 2023. Abrí la puerta de casa como tantas otras veces tras acabar la jornada laboral. Nada más entrar mi mujer me dijo: «acaba de llamar la doctora. Han detectado rastros de sangre en la prueba de heces que te hacen cada dos años y es recomendable realizar una colonoscopia«. En ese preciso instante no imaginé el alcance que iban a tener esas pruebas. En pocos meses comenzaría una nueva vida regida por la incertidumbre y el miedo, pero también con espacio para la esperanza.

Todo lo que voy a narrar a continuación es mi lucha contra el cáncer de colon; mis miedos; cómo pude compaginar quimioterapia y ciclismo mientras el cuerpo me lo permitió; cómo afronté las duras sesiones de quimio intravenosa y sus efectos; cómo mi cuerpo evolucionó hacia otro irreconocible, más débil y apagado.

El principio de todo: la primera colonoscopia

Con 58 años me jactaba de lo poco que había visitado un hospital. Sin embargo, esta prueba médica, colonoscopia, me alertó sobremanera. Mi primera reacción fue leer todo sobre ella. En realidad, ahora lo sé porque me han hecho varias, es una prueba sencilla. Lo más molesto son los sobres que ingieres para que los intestinos se vacíen completamente y puedan detectarse posibles pólipos.

La colonoscopia se realiza con sedación y gracias a ello no noté molestia alguna. Al despertarme el doctor me comunicó que había limpiado dos pólipos muy pequeñitos, «con toda seguridad benignos», pero quedaba una zona cerca del hígado que no había podido explorar en condiciones porque mi intestino presentaba una curvatura peculiar de difícil acceso. «Te vamos a realizar un TAC y así nos quedaremos tranquilos»- me comentó el médico. Esa decisión sería clave en mi futuro.

Recuerdo perfectamente lo que sentí tras la colonoscopia. Estaba tranquilo y convencido de que no habría nada extraño en mis intestinos. Soy por naturaleza positivo y no me puse en el peor de los casos.

El TAC no engaña

La prueba del TAC requiere que bebas mucha agua antes de la realización de la misma, además de asistir a la misma en ayunas. Por vía intravenosa introducen un líquido llamado «contraste» que provoca calor en todo el cuerpo. Lo más molesto fue el aire que introdujeron por mi ano. Gracias al cuidado y atención de las enfermeras lo pude soportar.

En aproximadamente diez minutos la prueba estaba finalizada, aunque en ese momento no te comunican los resultados. Remiten a la consulta con el médico. Pasados unos días acudí a la cita con la esperanza de que el resultado descartara problema alguno. Me atendió el mismo médico que realizó la colonoscopia. «Hemos encontrado una pequeña mancha en el colon ascendente, junto al hígado, cuyo origen parece ser tumoral» – sus palabras fueron tranquilas y su rostro sereno evitó mi pánico. A pesar de esa calma no pude articular palabra alguna. Se esforzó en tranquilizarme, le restó importancia, preguntó si tenía algún síntoma como cansancio o pérdida de peso y finalmente me dijo que me sometería a una nueva colonoscopia. La intención era ir directamente al lugar donde se encontraba la mancha por si pudiera ser un pólipo en fase avanzada.

En mi cabeza todavía quedaban restos de optimismo, pero la realidad era que todo se estaba complicando.

El día que nunca esperaba

La segunda colonoscopia confirmó la sospecha: era un tumor y había que extirparlo. No supe cómo reaccionar, no me creía lo que estaba escuchando. ¿Por qué me estaba pasando a mí? Este tipo de noticias parece que sólo les ocurre a los demás, nunca piensas que te vaya a tocar. Quizás sea una defensa para protegernos del miedo que supone una enfermedad tan devastadora.

El siguiente paso me llevó a la unidad de coloproctología, donde trabajan los cirujanos especializados en recto, colon y ano. La cirujano quiso tranquilizarme desde el primer momento. Sentado frente a ella no perdí detalle de sus consejos. «Tienes que estar tranquilo, el tumor se ha detectado a tiempo, está aislado y no hay extensiones. De lo contrario estarías en la consulta de oncología«- con estas palabras me di cuenta de la importancia de la prevención en la detección del cáncer de colon. Salí de la consulta con toda la información sobre la operación y sus riesgos. Iban a extirparme parte importante del colon ascendente para evitar posibles ramificaciones del tumor.

La técnica elegida fue la laparoscopia, un avance con respecto a años atrás cuando abrían el abdomen con incisiones muy grandes que complicaban sobremanera el postoperatorio de los pacientes. En este caso realizarían tres incisiones muy pequeñas, una para introducir la cámara, otra para acoger las pinzas quirúrgicas y la última para insuflar el aire necesario que facilita este tipo de operaciones. El riesgo existía como en casi todas las intervenciones quirúrgicas. «La parte de la extirpación es relativamente sencilla, el problema es cuando unimos las dos partes del colon. A veces no sale bien y hay que repetir»– me comentó la cirujano. Estaba claro a lo que me enfrentaba y lo hacía con absoluta confianza en la profesionalidad de los médicos.

Cómo me preparé para la operación

En la lista de espera para la intervención mi nombre figuraba como prioridad 1 y eso significaba que en un mes, aproximadamente, entraría en quirófano. Mi objetivo primordial: llegar a ese día lo más fuerte posible. Fue la recomendación de la cirujano: vida tranquila, buena nutrición, ejercicio físico con moderación y descanso. Al día siguiente de la consulta acudí al lugar de mi trabajo para comunicar todos los detalles a mi jefe. Su comprensión fue absoluta y me ofreció todo su apoyo. Ese mismo día, era el mes de agosto, comenzaban mis vacaciones de verano y eso facilitó las condiciones para mi descanso.

La bicicleta se convirtió en mi mejor aliada. Es el deporte que me acompaña desde la infancia y con el tiempo se ha convertido en una medicina reparadora de malos momentos. Planifiqué salidas sin exceder los 40 kilómetros y con mi frecuencia cardiaca dentro de la zona1(65% y 70% de la FC máxima) el margen aconsejado en situaciones que necesitan de una recuperación tras lesiones o enfermedades. No se trataba de forzar y exigir a mi cuerpo una energía que tenía que reservar para afrontar la operación y el postoperatorio. Los consejos médicos hablaron de equilibrar ejercicio físico moderado con una alimentación variada y saludable, además del descanso.

Respecto a la nutrición, tuve dudas el día de la consulta, pero la cirujano me aconsejó comer de todo de una manera equilibrada. Afortunadamente las analíticas no mostraban nada que me impidiera tomar determinados alimentos.

Durante los días previos a la operación tuve el apoyo de la unidad del dolor del hospital, un departamento que marca las pautas para hacer más llevadero el momento de la operación, pero también el postoperatorio. Todos estos detalles hicieron que mi confianza aumentara. Estaba en muy buenas manos.

Tres horas en el quirófano

A las ocho de la mañana de un miércoles del mes de septiembre crucé las puertas de entrada del hospital acompañado por mi mujer. Mi inquietud creció conforme cumplía con el protocolo previo a la intervención, pero me esforcé en mantener la calma. Una enfermera depiló la zona del abdomen donde iban a realizar la técnica de laparoscopia y lo hizo distrayéndome con su sentido del humor. Enseguida llegó el turno de la anestesista quien sugirió que pensara en cosas bonitas justo antes de que me durmieran porque así el despertar sería más agradable.

Es curioso. Durante los instantes previos a la operación me relajé como si mi mente y cuerpo hubieran abandonado esa resistencia innata frente a lo desconocido. Me convencí que todo iba a salir bien y pensé en mi familia, en todo lo que significa para mí. Tumbado sobre una cama de ruedas, el techo de un largo pasillo fue mi única guía visual camino al quirófano. Me recibió una sala de operaciones con las paredes pintadas de un color azul tranquilizador y era más grande de lo que pensaba. Escuché palabras amables de todo el equipo de cirugía mezcladas con ese sonido tan característico y repetitivo de las máquinas de un hospital. No sentí frío ni calor y tampoco percibí un olor especial. Conté hasta diez obedeciendo a la anestesista y sin llegar a esa cifra me quedé profundamente dormido.

Un dulce despertar

Envuelto en una oscuridad completa comencé a escuchar voces. A los pocos minutos recuperé mi plena consciencia y observé que estaba en una sala amplia donde varias enfermeras atendían a los pacientes postrados en camas. A esta sala la llaman URPA, sala de recuperación post anestesia y está considerada como una parte vital de todo el proceso quirúrgico.

Palpé mi abdomen. Es lo primero que hice. Estaba asustado por si hubiera salido algo mal. La cirujano me informó que en algunos casos si no pueden coser correctamente las dos partes del intestino tras la extirpación, colocan una bolsa externa para poder realizar nuestras necesidades fisiológicas. Respiré aliviado.

Además, el efecto de la morfina (llevaba puesta una vía en la zona baja de la espalda) me sumió en un bienestar que junto a las atenciones constantes del personal ahuyentaron los inevitables temores tras salir de quirófano. Con el paso del tiempo me dediqué a observar mi alrededor. Fue una distracción. Vi entrar y salir camas con regularidad. Los pacientes esperábamos ansiosos el momento de abandonar dicha estancia y subir a nuestras habitaciones. Mi permanencia en la URPA se alargó más de lo previsto porque todavía no estaba disponible la habitación. Preocupado por mi mujer e hijas rogué a la enfermera que les avisara y tranquilizara.

Cinco días hospitalizado

Una vez en la habitación recibí el cariño de mi mujer e hijas. Qué necesario es que estemos arropados por los que más nos quieren. Tras tres horas en el quirófano estaba reconfortado, pero por poco tiempo. Era la morfina. Sin ella todo cambió. La sensación fue desagradable. Al menor movimiento mis tripas se retorcían como si quisieran huir del nuevo espacio asignado. Miré mi abdomen con temor: presentaba un aspecto espantoso e hinchado por al aire introducido durante la operación.

La primera noche la pasé con calmantes. Dormí a ratos. Al día siguiente de la intervención recomendaron levantarme y el dolor fue intenso. Los dos primeros días fueron duros. Aparecieron fuertes dolores de cabeza que no daban respiro.

Las incomodidades, obligadas por mi estado, no cesaron. Todas las mañanas a las seis en punto una enfermera extraía sangre para analizar. Tras dos días en ayunas ingerí los primeros líquidos con cautela. Todo era nuevo dentro de mí.

Aconsejado por las enfermeras, recorrí el pasillo de la planta de hospitalización arrastrando el gotero con la mano. El abdomen tenía que comenzar a deshincharse y me lo tomé muy en serio.

Regreso a casa con incertidumbre

Tras cinco días en el hospital llegaron buenas noticias: las analíticas estaban bien y podía regresar a casa para continuar con la recuperación. Aún así las dudas sobre mi futuro no desaparecieron. Me comunicaron que estaban analizando el tumor extirpado para conocer si era maligno. Tocaba esperar.

Salí del hospital muy débil pero caminando por mi propio pie. Feliz por marcharme a casa. Nada más entrar en mi hogar derramé unas lágrimas. La tensión vivida desde el día que descubrieron el tumor salió sin control a la superficie.

Incapaz de dormir en mi cama. Así fue la primera noche. Obligado a sentarme en un sofá para que mi reconstruido y tierno intestino no se quejara. Cada día transcurrido notaba mejoría. El único ejercicio que pude hacer fue caminar muy despacio por el pasillo. Tuve paciencia, mucha paciencia porque mi cuerpo había sufrido un fuerte impacto además de perder siete kilos de peso. Reflejado mi cuerpo en el espejo entendí la dimensión de la operación. El abdomen presentaba un hinchazón considerable presidido por las llamativas grapas que habían cerrado las incisiones. Mi hija María, para sacarme una sonrisa que quitara dramatismo a mi aspecto, me comparó con Frankestein. Más arriba la delgadez dejaba ver mis costillas.

Una dieta blanda ayudó a que mi estómago volviera poco a poco a la normalidad. Masticaba con detenimiento, sin prisa, acompañando todo el proceso con el temor de que mi estómago fuera a rechazar los alimentos.

El peor recuerdo que tengo de esos primeros días es cuando estornudaba o tosía. El interior de las tripas crujían y me causaban un fuerte dolor.

Todos los días debía inyectarme por vía cutánea en el músculo heparina, un medicamento que previene posibles coágulos de sangre tras una intervención quirúrgica. Los pinchazos continuarían durante un mes. En ese momento desconocía que las agujas ya no me abandonarían.

Leer para alejar el miedo

No he hablado del miedo hasta ahora. Ha estado presente desde el primer día que la palabra tumor fue dirigida directamente hacia mi. Miedo a las células malignas y su poder reproductor. Temor a la metástasis que se apodera de tus órganos. Pánico a enfrentarme a nuevas operaciones.

Para contrarrestarlo, la mente puede ayudar. En mi caso, la lectura se convirtió en una forma de evasión durante la convalecencia. Entre varias obras de reconocidos clásicos que siempre quise leer y otras relacionadas con el ciclismo prestadas por uno de mis grandes amigos, los días se me hicieron más llevaderos. Sumergido en personajes, historias atractivas y palabras poderosas, mis preocupaciones perdían intensidad y aliviaban mis molestias.

Eché muchísimo de menos mi bicicleta. Tuve que olvidarme de ella durante esta primera fase de la recuperación. Por recomendación médica hasta la octava semana nada de deporte que no fuera caminar. Anoté en el calendario el día en que se cumpliría tan deseado plazo.

El tiempo de recuperación fue transcurriendo y mi salud mejoró sustancialmente. Y cuando cumplieron las ocho semanas desde la operación llegó un gran día para mí. Me subí con cuidado la bicicleta, pedaleé unos poquitos kilómetros para probar y regresé feliz a casa. Ni la musculatura ni mis intestinos eran los de antes, pero sabía que con paciencia todo podría volver a la normalidad.

Mis funciones digestivas iban regularizándose y eso me animó. Sin embargo, esta alegría no duró mucho. Supe la noticia de que el tumor extirpado tenía varios ganglios malignos y que, aunque toda la zona estaba limpia tras la intervención, existía un riesgo de que hubieran quedado células malas en mi organismo. La recomendación fue clara: aprobar el tratamiento de una quimioterapia adyuvante durante seis meses (ocho ciclos o sesiones).

Quimioterapia: necesaria pero tremendamente dura

Apenas me estaba recuperando y ya se cernía sobre mí una nueva fase en la lucha contra el cáncer de colon.

El día de mi primera visita al oncólogo tomé conciencia de entrar en una nueva etapa donde el miedo y la esperanza convivirían. La palabra «oncología» escrita en la puerta de la consulta me produjo temor. En esta primera cita el oncólogo, un médico afable cuya manera de expresarse me inspiró confianza, dio todo tipo de explicaciones sobre la quimioterapia a administrar y sus efectos secundarios. Hoy en día las sesiones de quimioterapia son individualizadas. A cada paciente le administran dosis concretas en función del tipo de cáncer y de los resultados de una analíticas de sangre muy completas. Los efectos secundarios asustan. Enumerar aquí toda la lista de reacciones adversas sería excesivo para el lector. Sin embargo, en ese momento no imaginé la dimensión real de la agresión que sufriría todo mi organismo.

En concreto para el cáncer de colon, el medicamento principal administrado se llama oxiplatino y el primer efecto más destacado es una gran hipersensibilidad al frío. El resto de reacciones adversas a las que me iba a enfrentar son más conocidas: náuseas, vómitos, diarreas, estreñimiento, la pérdida de apetito y sabor, fatiga, llagas en la boca, pérdida de equilibrio, agarrotamiento de brazos etc…

Primera sesión de quimioterapia

Cuando llegué a la sala de espera de quimioterapia supe que entraba a formar parte de una experiencia que atemoriza. Observé a mi alrededor y las personas que allí se encontraban rondaban edades superiores a los 40 años, pero llamó mi atención que también hubiera gente de menor edad.

En esta primera sesión, acompañado de mi hija Sara, me recibió la responsable encargada de la sala quien dio todo tipo de detalles sobre unas sesiones que durarían cuatro horas. Además, puso a mi disposición varios teléfonos de ayuda y consulta. Aproveché para preguntar todas la dudas antes de sentarme en el sillón donde me administrarían mi primera sesión de quimioterapia. Cuatro horas que hoy en día todavía recuerdo con angustia.

La sala estaba distribuida en amplias estancias presididas por sillones y camas numeradas. Nunca estuve solo durante todas las sesiones. A ambos lados de mi sillón o enfrente de mi, eran muchas las personas que recibían tratamientos relacionados con diferentes tipos de cáncer.

La empatía que mostraron, tanto enfermeras como enfermeros de la unidad de oncología, contribuyeron a tranquilizarme justo en el momento que buscaban mi mejor vena para administrar la medicación. Sentado en un confortable sillón articulado, a mi lado colgaban tres bolsas de suero. La primera cumple la función de un anti náuseas que previene las molestias durante la administración de la segunda bolsa, la de mayor cantidad y donde se encuentra la medicación y el temido oxiplatino. Para finalizar la sesión administraron la tercera bolsa que sirve para limpiar.

Cuatro interminables horas

La primera hora estuve cómodo. Leyendo y conversando entretenido con mi hija. A partir de la segunda hora comencé a notar molestias en el brazo donde tenía el catéter de la medicación. Notaba una combinación de hormigueo y dolor que conforme pasaba el tiempo se fue agudizando e hizo que la cuarta y última hora fuera insufrible. Deseaba que acabara cuanto antes y no quitaba ojo de la bolsa de suero para averiguar cuánto quedaba.

Lo peor vino al levantarme del sillón. Noté que mis piernas no podían acompañar el ritmo que quise imprimir a mis pasos. Bajar por las escaleras se convirtió en todo un sufrimiento unido a un repentino mareo que obligó a sentarme. El brazo derecho, donde me habían puesto la vía, no lograba moverlo. Como era finales de noviembre, al salir a la calle la temperatura era fresca, pero yo la noté muy fría y enseguida tuve que abrigarme. Algunos de los efectos secundarios de la medicación ya habían hecho su aparición.

Suerte que mi hija Sara estuvo a mi lado porque no fui capaz de hablar con normalidad y dar las indicaciones al taxista que nos llevó a casa. En el trayecto me sentí abatido. Sólo era la primera sesión y en 21 días tendría la siguiente. Me preguntaba si sería capaz de aguantar el tratamiento.

A los dos días tuve que ir a urgencias

Una vez llegué a casa comí y bebí con dificultad. El agua, recomiendan beber mucha durante el tratamiento, tuve que calentarla en el microondas. Cualquier líquido a temperatura ambiente se convertía en agujas de alfiler clavándose en mi garganta. La sensación fue muy molesta, al igual que coger objetos o alimentos que estuvieran fríos. Al tratamiento le acompañaron cuatro pastillas diarias (capecitabina) que también cumplen la función de quimioterapia. Estas pastillas con efectos digestivos desagradables las tomé con un protector de estómago.

Pronto noté que había perdido el sabor de muchos alimentos. El yogur natural que tanto me gusta tuve que dejar de tomarlo. No reconocía ni me sentaba bien su sabor.

Dos días después de la primera sesión me levanté con la desagradable sensación de un tapón intestinal. Fui al baño muchas veces, pero no hubo manera. Conforme avanzaba el día las molestias fueron a más. No pude comer y me acosté para ver si se me pasaba. A media tarde ya no pude más. Al ser domingo mi mujer me llevó a urgencias.

Debido a mi historial clínico comenzaron por realizarme una placa para descartar que hubiera algún problema en mi intestino. Tras comprobar que todo estaba bien me comentaron que la primera quimioterapia produce muchas veces estreñimiento. Decidieron ponerme un enema, pero justo antes de la administración del mismo noté unas ganas terribles de ir al baño y ahí acabó mi angustia dominical.

Recuerdos y tiempo de reflexión

Fue habitual pasar muchas horas en la cama aunque no estuviera durmiendo. En reposo sentía alivio, mi cuerpo y mente se alejaban de los síntomas desagradables provocados por la quimioterapia. En ese estado la memoria se activó de una manera sorprendente. Comencé a recordar con una nitidez extraordinaria episodios de mi infancia no rememorados hasta entonces. Me asombraron los detalles con los que llegué a revivir esos años. Visualicé a la perfección detalles de mi vida con apenas cinco años. Nunca antes me había pasado.

No llegué a hablar de esto con el oncólogo, pero la explicación podría estar relacionada con la sustancia química del tratamiento.

Pasé muchas horas repasando mi vida. Recordando aquellas cosas que me gustaría no volver a repetir, deteniéndome en detalles de mi carácter que debía mejorar para sentirme mejor conmigo mismo. Sin darme cuenta estaba trazando el camino que me gustaría vivir en adelante. Y un aspecto tenía claro: disfrutaría del presente, de lo que estuviera haciendo en el momento por banal que fuera, aunque fuera lavarme las manos o cepillarme los dientes.

Quimioterapia y ciclismo: ¿es posible?

A pesar de todas las molestias, durante los seis primeros ciclos del tratamiento logré salir en bicicleta. Mi oncólogo tuvo interés en saber si hacía algún deporte porque está demostrado que el ejercicio físico ayuda a sobrellevar en mejores condiciones el tratamiento. Quimioterapia y ciclismo se pueden llevar bien siempre que las fuerzas no fallen o que las habituales náuseas no te lo impidan. En mi caso fue en el mes de diciembre cuando comencé a pedalear y aunque vivo en Valencia tenía que ir muy abrigado. Lo primero que hice fue comprarme una braga para el cuello y boca, de lana merino, que me dio la calidez necesaria para no sentir los pinchazos en la cara provocados por el frío y agudizados por el oxiplatino.

Quimioterapia y ciclismo: pedalear con precaución

Intenté salir a días alternos, no más de 40 kilómetros y sin forzar. Si lo hacía notaba arcadas y ganas de vomitar. Uno de los días, mientras pedaleaba, me asusté mucho. Uno de mis brazos quedó agarrotado y no fui capaz de agarrar el manillar. Paré e intenté activarlo para poder regresar a casa con seguridad. El oncólogo me dio la respuesta a este problema. La quimioterapia suele dañar en ocasiones los nervios periféricos (neuropatía) y es algo que lo controlan mucho por si fuera necesario reducir la dosis de la medicación. Durante las siguientes cuatro sesiones no volvería a padecer estos síntomas.

Otro día sufrí un pinchazo en la rueda delantera y entré en pánico. Desconocía si iba a tener fuerzas para cambiar la cámara. Me tranquilicé, respiré profundo, y con mucha paciencia logré arreglarlo.

Quimioterapia y ciclismo: a tener en cuenta

Cuando compaginas quimioterapia y ciclismo puede aparecer una alteración cardiaca. Siempre llevo pulsómetro para controlar el ritmo del corazón y hubo ocasiones durante esos meses en los que parecía que se había estropeado. Marcaba parámetros muy diferentes en breves espacios de tiempo. El oncólogo me tranquilizó, era normal. En estas condiciones es importante que muscularmente se ruede con un desarrollo ligero y evitemos grandes subidas. La fatiga es algo con lo que tuve que convivir durante los seis meses y tuve mucho cuidado en no realizar sobreesfuerzos.

Mentalmente practicar ciclismo me ayudó muchísimo. Aún con todas las limitaciones descritas me sentía pleno y lograba dejar atrás las preocupaciones y el miedo.

El cansancio es algo muy ligado al tratamiento. Me lo había comentado el oncólogo: «las siestas de una hora son fundamentales, el cuerpo te lo demanda«. A esa fatiga constante hay que añadir la inevitable pérdida de peso.

Quimioterapia y ciclismo: sin olvidar el gimnasio

Quimioterapia y ciclismo con poca intensidad se llevan bien, sin embargo recuperar la fuerza muscular es algo crucial para personas de mi edad y sometidas a este duro tratamiento. Opté por acudir al gimnasio dos veces a la semana. Al principio realicé ejercicios sin peso por miedo a lesionarme y poco a poco fui cogiendo fuerza. A las tres semanas comencé a notar mejoría a pesar de que el cansancio era grande y mi delgadez seguía siendo notoria.

Mientras pude, compaginé con mesura gimnasio, quimioterapia y ciclismo. Hasta que llegó la sexta sesión y mi cuerpo dijo basta.

No puedo más

La sexta sesión de quimioterapia fue terrible. Los días posteriores me costaba mucho incorporarme de la cama debido al cansancio. Noté que ya no me recuperaba como en las anteriores sesiones. Además, había vuelto a aparecer la dichosa neuropatía con un hormigueo y adormecimiento intenso en pies y manos. Algo tan cotidiano como abrocharme unos botones era imposible y mis pies no ofrecían toda la seguridad necesaria en sus apoyos.

Perder el sabor de los alimentos contribuyó a que no me alimentara en condiciones. Fueron días en los que la expresión «tocar fondo» definía muy bien cómo me sentía. Abandoné por completo toda actividad física.

El día anterior a la séptima y penúltima sesión, la oncóloga, al ver mi estado, decidió continuar el ciclo de quimioterapia sólo con las pastillas. Temía que la neuropatía fuera a más y es algo que controlan desde el principio por si tienen que reducir la administración del oxiplatino.

Como me había aparecido en la recta final de una quimioterapia adyuvante comentó que ya era suficiente. Habían introducido toda la intensidad posible del medicamento a mi organismo en seis sesiones. Sentí un gran alivio porque no sé cómo hubiera afrontado las últimas dos sesiones.

Tenía que empezar a recuperarme mental y físicamente. Las palabras de la oncóloga fortalecieron mi esperanza en volver a ser el de antes de la quimioterapia: «a partir de ahora te irás encontrando cada vez mejor»

Tras la octava y última sesión con pastillas programaron un TAC con el que evaluarían el estado de varios órganos donde por estadísticas más pueden aparecer extensiones del tumor extirpado. En el cáncer de colon el hígado es el órgano más vigilado.

Primeros resultados

Ligeramente recuperado, había vuelto a coger la bicicleta e ir al gimnasio, acudí a la revisión de abdomen y pelvis con unos nervios controlados. Confiado en que todo saliera bien. El TAC era algo a lo que ya estaba acostumbrado y sabía lo que me esperaba. En diez minutos finalizó la exploración. La consulta, dos días después, desvelaría los resultados.

Sentado en la sala de espera es donde afloraron los nervios. Cuando entré en la consulta del oncólogo junto a mi mujer, lo primero que hice fue mirarle fijamente a los ojos por si éstos mostraban una señal que pudiera indicarme alguna pista sobre los resultados. Preguntó por mi estado, le conté la molestia de la neuropatía y comenzó a escribir en su ordenador sin comentar nada. No sé si fueron segundos o minutos, pero nuestra impaciencia iba en aumento hasta que finalmente dijo: » todo está fenomenal, analíticas y TAC han salido muy bien»

De forma espontánea mi mujer aliviada exclamó » hijo mío, eso se dice lo primero…»

¡Qué felicidad! Tras casi un año de angustia llegaban las buenas noticias. Ahora tocaba recuperarme bien, disfrutar del verano en familia y acudir en septiembre a realizarme una ecografía. Viví el periodo estival con la ilusión de un niño que ve por primera vez el mar o descubre una montaña. Fueron días maravillosos en los que di gracias por sentir la vida de una forma tan plena.

Un año después

Llegó septiembre, un año después de la operación, y con él los resultados de la ecografía y analíticas. Regresé a una consulta que ya me resultaba familiar, esta vez en compañía de mi hija Nieves.

¡Qué alivio! Todo seguía estando en orden. Habían transcurrido 365 días y las noticias no podían ser mejores. Faltaba la colonoscopia que había solicitado la cirujano que me operó para poder dar por finalizada la primera parte de las revisiones. Tardó más de lo deseado debido a la gran lista de espera. Finalmente me la realizaron y el informe fue favorable. La operación había cicatrizado perfectamente y estaba todo limpio.

Ahora toca volver a la normalidad. Pronto regresaré a mi trabajo y una nueva revisión dentro de cuatro meses dictaminará cómo se encuentra mi organismo. Regresarán esos inevitables nervios antes de los resultados de las pruebas, pero mientras tanto, es tiempo de confiar y esperar.

Agradecimientos

Quiero agradecer a los profesionales médicos del Hospital La Fe de Valencia su implicación en la detección y lucha contra el cáncer de colon.

Muchas gracias Dr. Lázaro. Tu meticulosidad e insistencia lograron descubrir el tumor en una fase inicial. Sin palabras.

A la cirujana María Pérez, muchas gracias por el buen trabajo realizado, tanto en la operación como en el postoperatorio.

Mi reconocimiento a la unidad de coloproctología del Hospital La Fe con la doctora Raquel Blasco a la cabeza, por sus cuidados y consejos.

A los oncólogos y oncólogas Jorge Antonio Aparicio, Alejandra Giménez y Paula Echart. Muchísimas gracias por vuestro apoyo, ánimo, comprensión y profesionalidad durante los seis largos meses del tratamiento.

Actualización: 23/01/2025. Buenas noticias. La última revisión revela que todo continúa en orden. Las próximas pruebas serán en mayo.